por Pascal Jacob
Las tablas polvorientas bien valen el aserrín de la pista para aquellas y aquellos que eligen ser payasos, tanto ayer como hoy en día. Cómicos de teatros ambulantes, caminantes de escenarios, los payasos se mofan del contexto como otros de las patas. La zona de juegos no es redonda, pero la caja escénica posee otras cualidades y se ofrece como terreno de juego atípico para un personaje que proviene históricamente del teatro, pero cuya identidad está asociada al circo desde hace 250 años.
Caminos alternativos
Favorecer el escenario permite liberarse de una serie de dificultades, pero obliga también al payaso a componer su personaje con algunos parámetros desconocidos para el circo. Asimilar la distancia, aceptar o esquivar la “Cuarta pared”, son elementos de vocabulario tan fuertes como la circularidad y el envolvimiento, pero la diferencia esencial reside seguramente en una relación de fuerza invertida.
Cuando el payaso está en la pista, los espectadores lo dominan, pero cuando se encuentra sobre el escenario, posee un extraño ascendiente sobre su público. Esta posible inversión de roles y de poderes tiene seguramente, una notable influencia sobre la elección de ser o de no ser un payaso de circo o de teatro. El hecho de favorecer uno u otro de estos dos territorios, no le impide de ningún modo al artista actuar en ellos alternativamente, pero cabe constatar que a partir de la segunda mitad del siglo XX, aquellas y aquellos que apreciaban las tablas, se arriesgaron finalmente poco o nada sobre la pista.
Liberarse
La posibilidad de ser payaso, aunque sin trabajar bajo una carpa, es una pequeña revolución que se desarrolló a inicios de la década de los setenta. Algunos precursores, tales como Grock en los años 1930, ya habían hecho la elección de construir sus carreras en un circuito de grandes teatros, para los cuales adaptaron su actuación, pero a raíz de los acontecimientos de la década 1968-1978 una generación de nuevos payasos, sin por ello negar los códigos del circo, se apoderó de este espacio a la vez neutro y abierto y lo moldeó. Estos jóvenes “herederos” trazaron potentes líneas de fuerza que contribuyeron a estructurar y articular una práctica con múltiples desafíos. El cuerpo y el verbo fueron ejes fundadores para un gran número de artistas que se basaron en el primero y abandonaron el segundo. Dimitri Jakob Müller, nacido en Ascona en 1935, descubrió su vocación en el circo Knie donde vio a un payaso por primera vez, el amable Andreff, que lo marcaría para el resto de su vida. Desde sus inicios en 1960, en el Schauspielhaus de Zúrich, Dimitri fundó su registro cómico sobre la práctica del mimo, pero fue un registro que enriqueció a través de un trabajo profundo sobre el espacio y los accesorios, creando una suerte de universo paralelo, en la frontera del teatro de objeto. A pesar de algunas incursiones sobre la pista del circo Knie entre 1970 y 1979, Dimitri pasó la casi totalidad de su carrera sobre las tablas de los teatros del mundo, incluido el suyo, fundado en Ascona en 1971.
Un destino artístico cercano al del Canadiense Sol, cuyo verdadero nombre fue Marc Favreau, un payaso de humor filoso, a veces subversivo, pero que siempre conllevaba una forma de ternura hacia sus semejantes. Marc Favreau creó a su personaje para un programa de televisión donde tenía como socio a Louis de Santis, el payaso Gobelet. El dúo brindó bellas e innumerables tardes a jóvenes auditorios, hasta que Sol comenzó su vida en solo, a la conquista de otro público de un lugar al otro del mundo. Clown actor, Marc Favreau se basó en una silueta muy elaborada de “mendigo” y su comicidad se apoyó en construcciones verbales virtuosas, a veces basadas en reflexiones políticas acidas. Sol marcó una evolución estilística muy neta y formalizó así una escritura singular que le permitió reivindicar con simplicidad una identidad payasesca inédita. Esta vena teatral, brillantemente iniciada, en particular por Dario Fo y Franca Rame, tendió a suprimir fronteras, mucho tiempo consideradas insuperables, entre payasos y actores. A partir de textos potentes, muy implicados políticamente, la actuación del payaso se inmiscuyó en el escenario con una mezcla de liviandad e inocencia, pero de una eficacia temible. Esta tensión, donde las palabras se ensamblaban en proporción a la violencia de la realidad, resultó vertiginosa.
Con sus prácticas respectivas, figuras emblemáticas como las de Dimitri, Zouc, Sol o Dario Fo dibujaron intuitivamente un nuevo territorio y prepararon el camino para todas aquellas y aquellos que iban a hacer la elección de ser payaso, en particular, durante la segunda mitad del siglo XX.
Transgresivos
Malabarista y mago, Yann Frisch comenzó por romper las reglas del juego y del espíritu, introduciendo un dejo de humor en su vertiginoso Baltass, preparando seguramente así la vía a su formidable espectáculo Le Syndrome de Cassandre donde hizo estallar los códigos de representación de la actuación del payaso. Encarna, en el sentido más estricto y más profundo del término, un tramp contemporáneo, violento y desestabilizador, sin estar sin embargo desprovisto de una cierta ternura. Payaso de una fuerza poco común, feroz a veces hasta la incomodidad para espectadores poco preparados a semejante choque, Yann Frisch descuartiza la percepción de un personaje mucho tiempo confinado al candor y a la inocencia. Esta visión brusca de la actuación del clown es un camino que Jango Edwards ya ha balizado de sobra, con una energía devastadora y un sentido agudo del desminado sistemático de las situaciones mejor instaladas.
Consolida la insolencia y el exceso, como reglas de un juego de roles donde el público actúa su parte, Jango Edwards rompe con deleite los códigos de la convención escénica. Escupe, eructa, se pone al desnudo, metafóricamente y literalmente, concluyendo su actuación en medio de un escenario saqueado. Es a la vez la encarnación desmultiplicada del histrión, del bromista y del payaso shakespeariano, una síntesis detonante que halla su inspiración en la truculencia de sus antepasados. Jango Edwards fabrica su payaso a grandes rasgos, un boceto salvaje que afina y detalla en el fuego del escenario. Siempre listo para improvisar, trabaja la materia viva de su esbozo, modelando una comicidad más orgánica que razonada, siempre atenta a las reacciones del publico.
Esta energía no deja lugar a las vacilaciones y cada representación es como un tren lanzado en la noche, con un destino esperado, ¡pero con aventuras inciertas!
Al trabajar sobre una línea tan sostenida como tensa, Jango Edwards se apoya en un oficio muy seguro para revisitar códigos de actuación tomados de los actores italianos del siglo XVI. Hace oscilar la percepción del espectador hacia la intranquilidad, un principio de inmersión que preocupa más de lo que divierte, pero que reequilibra las fuerzas en salas transformadas en crisol burbujeante, donde nada ni nadie está a salvo de la ferocidad del payaso. Fue una dimensión apenas rozada por Carlo y Alberto Colombaïoni en los años 1970 y revisitada hoy en día por Cédric Paga bajo los rasgos, a veces inquietantes, de Ludor Citrik.
Contestatarios
Ser payaso es tal vez la disciplina contemporánea en la cual se expresa mejor una forma salvaje de la imaginación. En la actualidad, desgarradas, brutales, poéticas, violentas, tiernas o bruscas, las figuras del payaso personifican a la vez un contrapunto potente y una prueba de resistencia ante una cierta deshumanización del mundo. Es un rol difícil de sostener, en tanto y en cuanto permanece viva la desconfianza frente una actuación payasesca, susceptible de pactar de manera demasiado evidente con el mal y la negrura de la época. Sin embargo, a pesar de esta inquietud, numerosos payasos llevan una mirada incisiva hacia nuestros pequeños y grandes hábitos y desarrollan una percepción al escalpelo de las vicisitudes de nuestras sociedades. Discapacidad, intolerancia, desplazamientos humanos, violencias urbanas y tensiones de todo tipo son vividos en adelante como múltiples materiales vivos, para nutrir escrituras saturadas de una vibrante mezcla de ira y amor. El payaso esboza un retrato aplastante del mundo, cultivando al mismo tiempo la idea de un exorcismo de sus miedos, a través de una representación desfasada. Ennegrecer, es también sugerir una tregua, pintar a través de la risa un halo de esperanza, un otro posible para atravesar las tinieblas.
Fue un método de enfoque multiforme que atravezó todo el siglo XX y que permitió a artistas muy distintos, combinar la ironía al sentido. Raymond Souplex y Jane Sourza, actores familiarizados con todas las facetas de la actuación teatral, revisitaron en 1958 la silueta del tramp norteamericano, entre mendigo y vagabundo, para burlarse amablemente de una campaña de limpieza lanzada por el General de Gaulle. Una quincena de años más tarde, bajo las características bonachonas de Coluche, el formidable actor Michel Colucci llevó muy alto esta forma de burla, atacando de sobra las certezas de una sociedad biempensante y enfrentándola al mismo tiempo con sus contradicciones. Coluche cuestionó sin descanso las debilidades humanas, deshuesó los miedos comunitarios, espolvoreó sal sobre las heridas colectivas, pero no olvidó nunca aplicar un dejo de humanidad en la construcción de sus personajes. En Sudáfrica, el satírico Pieter-Dirk Uys utiliza el travestismo y el humor para politizar su discurso de payaso, caracterizado por el dolor del Apartheid. Su personaje de Tannie Evita, siempre acompañada de un cactus, es un escudo a la vez divertido y feroz y es parte desde los años 1970 de una filiación humanista regularmente encarnada por los payasos.
Figuras y caracteres
Jos Houben, Ursus y Nadeshkin, Les Expirés o Les Zimprobables basan su comicidad en las palabras, pero también en una movilidad física notable. Provenientes de formaciones muy diferentes, de la Escuela Internacional de Teatro Jacques Lecocq, la Escuela Nacional de Circo de Montreal o del Instituto Nacional de Music-Hall de Le Mans, no obstante dominan respectivamente un vocabulario excepcional que les permite construir su propio repertorio de entradas. Esta implicación en la definición de una identidad nutrida por la creación marca también el trabajo del dúo Okidok, de Julien Cottereau, de Ludor Citrik, pero también el de Arletti, Hélène Ventoura, Jackie Star, Gardi Hutter, de Emma la Clowne, Masha Dimitri o de Proserpine. Estas personalidades fuertes personifican a un payaso en femenino, pero abren también un registro mucho tiempo considerado esencialmente masculino. Algunos, tal como es el caso con Yann Frisch, payaso y mago, privilegian una ligera distorsión de lo real, inventan extraños rituales y juegan con la frontera entre imaginario y razón, que tornan porosa para caracterizar de manera diferente la actuación y la energía del payaso.
Otros, como Goos Meeuwsen o Anthony y Amélie Venisse, desarrollan personajes inscriptos en una vena humanista y se concentran más en la ternura y la ironía. Construyen frágiles secuencias que encajan entre dos actuaciones acrobáticas o fabrican espectáculos tales como Concierge, escrito y creado por Anthony Venisse, un condensado de experiencias vividas aleatoriamente durante las giras, donde en todos los teatros del mundo siempre hay un conserje, una sombra que lo ha visto todo, conocido todo, pero de quien nos olvidamos a penas cerramos las valijas… Estos personajes que tienen algo de fantasmal nutren el imaginario de los payasos y les ofrecen eficaces puntos de apoyo para elaborar siluetas y secuencias. Permiten sobre todo afianzar la fantasía payasesca en una realidad contemporánea, tejiendo bonitos momentos cómplices con sus espectadores. Los Macloma, el trio Les Voilà !, los Licedei, John Gilkey o Mooky Cornish, juegan con estas alegres tensiones entre personaje y público, a la vez que esbozan todos un sentido cómico muy personal.
Sin lugar a dudas fuera de la pista, pero quizá no completamente payasos, personajes singulares surgen en el centro de espacios imprevistos, a imagen de las series televisivas, donde el mecanismo clásico del dúo forjado sobre una oposición de caracteres funciona con una temible eficacia. Los ejemplos son numerosos, pero los actores que encarnan al centurión Lucius Vorenus y al legionario Tito Pullo en la serie Roma, difundida entre 2005 y 2007, son particularmente claros en cuanto a la construcción de un sutil proceso de “hacer valer”, lo que permite valorizar los matices respectivos de dos excelentes actores. Con ellos, y muchos otros, la vena payasesca continúa siendo explotada y sigue viva, vibra en numerosos intersticios espectaculares, ya sean virtuales o reales.