Estéticas, formas y géneros

por Jean-Michel Guy

Desde el malabarista brasileño que intenta ganar algunos centavos deslumbrando a los automovilistas en el semáforo, a los conjuntos perfectamente sincronizados de acróbatas chinos con talentos insuperables; de los proyectos de “circo social” presentados en un número creciente de países, a la reinserción de jóvenes a la deriva, a las creaciones de vanguardia que fuerzan el circo a límites tales, que dudamos a veces en asignarles este género; del pequeño circo ambulante que recorre las rutas de Europa en caravana, a los “congresos”1 de monociclo, que reúnen regularmente a los aficionados de este vehículo muy ecológico; del Cirque du Soleil, floreciente industria canadiense de espectáculos, al diseñador gráfico que concibe programas informáticos sofisticados de malabarismo, y inclusive obras de circo virtual: parecería ser que el circo extremadamente variado y escindido, puede ser visto como una “serie discontinua” de prácticas, es decir, como un archipiélago, tal como lo describió Gwenola David2.

Al añadir miles de dimensiones a esta imagen plana, se lo puede comparar a una red que conecta, por vínculos más o menos sólidos, al malabarista brasileño de las calles como al diseñador de un circo digital, en una cantidad casi infinita de relaciones (la función social, el objetivo estético, la ontología de la práctica, sus valores, o más prosaicamente, los aparatos, los lugares, etc.). Por otra parte, en ese caso preciso, la aparente oposición extrema resulta en realidad de una proximidad inmediata: en Brasil, cuando se vive a 5.000 km de la escuela de circo más cercana, es a través de Internet, que uno puede formarse en las técnicas de malabarismo más avanzadas, y demostrarle al automovilista de Manaus que un malabarista pobre no tiene nada que envidiarle, técnicamente, a un chino sobreentrenado. No se puede recortar una red; a lo sumo aislaremos zonas, relativamente autónomas, agregando un número suficiente de dimensiones diferenciadoras para dibujar constelaciones pertinentes, islas, por lo tanto, para simplificar.

Tres paradigmas del circo

Desde un principio, se pueden destacar tres grandes conjuntos: el circo clásico, el circo contemporáneo y el circo cultural.

 

Llamaremos “circo clásico” a la primera “isla-continente” – una verdadera Australia – el concepto de clasicismo que remite en todas partes a una norma simple, antigua. Controvertida en algunos lugares del mundo, puede ser aceptada y casi naturalizada en otras partes. El nombre de “circo tradicional”, corriente en Europa, (desde su definición en los años 1980 en respuesta a la aparición de un “nuevo circo”) y a veces reivindicado en contra de una determinada modernidad, no es pertinente ya que fija en la “tradición” un estado en verdad muy circunscripto – a los años 1950 y 1960 –, y muy “elaborado” de la historia del circo. Coloca también erróneamente sobre el mismo plano, prácticas realmente tradicionales – o en todo caso muy antiguas y aún perpetuadas – como las competencias de acrobacia ecuestre en Mongolia y un género occidental en constante evolución.

 

Llamaremos “circo contemporáneo” al segundo archipiélago – evocaremos aquí por ejemplo la imagen de una “Indonesia multicultural” – que se caracteriza, como mínimo, por una crítica al clasicismo o a algunas de sus características. Por otra parte, éste no sabe muy bien cómo definirse de otra manera, lo intenta pero la recomposición permanente de sus fronteras internas le impide hacerlo, confiriéndole una identidad perpetuamente inestable, desconforme de sí misma, cuyo paradero es imposible de ubicar fuera del principio de labilidad. Se designa a este circo como contemporáneo, por varias razones. En primer lugar porque la expresión “circo moderno” (susceptible de oponerse a la expresión “circo clásico”) tiene un sentido preciso para los historiadores: denomina un tipo de espectáculo, inventado en el último cuarto del siglo XVIII en Inglaterra, en oposición con un circo no calificado, un circo de “antes del género”. La palabra “circo” obviamente sólo designa – antes de que Charles Hughes cree en 1782, a su Royal Circus – un lugar, ese espacio oval donde se desarrollaban, en la Antigüedad romana, carreras de carros – acompañadas, por demostraciones de talentos acrobáticos variados. La expresión “circo moderno” remite pues a lo que fue inventado en Europa entre 1768 y 1850, aunque la historiadora Caroline Hodak estima que sería más pertinente hablar de “teatro ecuestre” para calificar ese nuevo género, y de reservar la palabra “circo” a los espectáculos que, precisamente más tarde, se distanciaron. 

 

 

La segunda razón es que la expresión “nuevo circo”, que se impuso en Francia al final de los años 1980, también corresponde a una época, y ya no corresponde, por lo menos en Francia, a la visión extremadamente abierta que los artistas del “circo contemporáneo” tienen de su arte. Nuevo se opone a antiguo: el adjetivo hacía referencia, en los años 1980, al hecho de que “otro circo” o de que “un circo distinto” era posible y descalificaba implícitamente al circo de entonces – considerado “solo y único” circo – transformándolo en una disciplina pasada de moda, “cerrada al otro, y al presente”. La novedad, en aquella época, era la teatralización o más generalmente, la búsqueda de un “sentido” más allá de la simple exhibición de un talento (saber hacer malabarismos, por ejemplo) que no era capaz de vehicular por sí mismo. En aquel entonces, solamente el teatro o la narración, inclusive la no verbal, parecían tener esa capacidad. El “nuevo circo” francés, tan extraño para muchos extranjeros, fue a menudo rebautizado como “circo-teatro” o “teatro-circo” – en particular en Escandinavia – o a veces fue adaptado: en Japón, la denominación “nuevo circo” no se traduce y se pronuncia a la francesa. Seguramente se ha exagerado en gran medida la importancia de la “estrategia de reconocimiento” que los artistas franceses, pioneros del nuevo circo, habrían perseguido inspirándose en el teatro – arte reconocido y legítimo –, con el fin de ennoblecer su arte no verbal, conocido como un simple entretenimiento “mudo” sobre las problemáticas del mundo.

El sentido era capital y el paso por el teatro casi obligatorio, como lo eran por otra parte la referencia y la reverencia al circo “clásico”, pero la búsqueda de un reconocimiento por parte de las autoridades públicas fue tardía y no pudo, de hecho, formularse de esa manera antes de la llegada del Partido socialista al poder en 1981 (aunque en 1978, por iniciativa del Presidente Valéry Giscard d’Estaing, los “asuntos del circo” que hasta entonces eran tratados según los casos por distintos Ministerios, en particular el de la Agricultura, se convirtieron en una misión exclusiva del Ministerio de Asuntos culturales).

El “nuevo circo”, es ante todo eso: una generación de artistas que desearon, tanto por una voluntad política y artística, obtener el reconocimiento del circo como arte (marcado en Francia por el activismo sindical) y que finalmente dio lugar a un género que los superó, el circo contemporáneo (no retendremos aquí el nombre de “circo de creación”, que un sindicato francés eligió como denominación, ya que el circo clásico también demostró saber ser creativo). 

 

 

Contemporain, le cirque ne l’est pas en raison de son actualité ou de sa jeunesse : tout comme la « danse contemporaine », quinquagénaire, aujourd’hui enseignée dans des écoles au même titre que la danse hip-hop ou la danse jazz, l’adjectif qualifie un genre, ou mieux, une attitude, bien décrite par le philosophe Christian Ruby : être en permanence dans un état de contestation de son propre temps. Une telle définition autorise l’avant-garde, mais ne s’y réduit pas ni ne l’appelle : elle accueille le temps « hyperprésent » du clown, ne dédaigne pas la mémoire, et, surtout, se sait par avance datée, ce qui implique, pour les créateurs, un saut perpétuel dans l’inconnu.

 

 

1. Este término norteamericano que significa “congreso” se impuso para designar los encuentros de malabaristas, de acróbatas.

2. Gwenola David, Les Arts du cirque. Logiques et enjeux économiques, La Découverte, Paris, 2006.