Culturas

por Marika Maymard

Los caballos blancos de Selene, diosa de la Luna, galopan sobre el friso del Partenón, erguidos, vibrantes, los ollares dilatados por la carrera. Tiran del carruaje plateado a través de las tinieblas, nimbados por la luz que irradia aquella que los conduce. El mármol desnudo no revela ni brida, ni cabezada, ni siquiera un cabestro. Es con total libertad que comparten la misión del astro, unidos sin obstáculos en un mismo fervor. El sueño de todo jinete es no ser más que uno con su caballo, esa prolongación suave, veloz, infatigable, que le confiere la misma fuerza y lo viste de la misma nobleza.

¿El caballo, un héroe?

Sin embargo, el hombre sabe cuánta paciencia, valor, atenciones requiere lograr que el caballo venga a él con confianza, acepte trabajar con todo su cuerpo y reconozca por último, su soberanía y se pliegue a sus proyectos. Entonces, le pide al artista que lo retrate, que lo esculpa captando toda su belleza, con su pelaje y su crin estremecidos o fijados en una pose sabia y sofisticada que le otorgó la educación para la guerra o para el desfile. La nostalgia por los juegos de la antigüedad, presentados en los circos e hipódromos de la era moderna, resucitó las carreras llanas, las carreras de cuadrigas, y los ejercicios ecuestres. A medida que se construyeron circos estables en piedra, como una alternativa de las construcciones efímeras en madera y toldo, se los adornó con mascarones, bajorrelieves o esculturas de caballos en la fachada. Construidos bajo la dirección del arquitecto Jacques-Ignace Hittorff, el Cirque de l’Impératrice en 1843 y el Cirque Napoléon a finales de 1852, llevan en sus frisos, tanto en el interior como en el exterior, las pinturas y los bajorrelieves realizados por el taller del escultor James Pradier. Las estatuas ecuestres encuadran o sobresalen de porches de entrada, desde el primer anfiteatro de Astley en Londres de 1770, hasta la monumental cuadriga del Circo de Djurgården inaugurado en 1892 en Estocolmo.

Las culturas ecuestres en el mundo son múltiples, y los métodos de adiestramiento y de montar a caballo también, pero en todas partes las representaciones del caballo, incluso las que lo retratan libre y sin silla de montar, reflejan el deseo de capturarlo y domesticarlo. En la historia común del hombre y del caballo desde el final del Paleolítico, frescos murales, medallas y monedas dan fe de su presencia en nuestro imaginario y en la vida diaria. Cada época, cada territorio genera un modelo de caballo. A lo largo de casi un milenio, la civilización etrusca engendró a la vez representaciones de caballos libres y enganchados a carros, con una estética depurada al extremo, sin olvidar el bajorrelieve en arcilla de los Caballitos de Tarquinia, vueltos famosos por la novela epónima de Marguerite Duras. Majestuosa, colosal, la estatua ecuestre de Marco Aurelio, emperador romano pacífico, penetrado de filosofía estoica del siglo II de nuestra era, retratado en un traje de civil, atraviesa los siglos sin sufrir daños. Tal como ocurre con otras estatuas fundidas en bronce o talladas en mármol, honrando a los vencedores de las carreras de cuadrigas, proporcionan indicaciones sobre las características de una equitación que aún no conocía ciertas ayudas como los estribos.

Animal fabuloso y alado, el mítico Pegaso, hijo de Júpiter, inspiró a los dramaturgos de todas las épocas, y bajo el pincel de Pablo Picasso, se convirtió en el personaje central del telón que pintó para Parade, el ballet creado por Jean Cocteau y Erik Satie en 1917 y que transcurre en el universo del circo. Los Centauros, fruto de la unión entre Centauro y las yeguas magnesias, criatura semihombre, semicaballo, poseen la inteligencia y la capacidad de razonamiento del hombre y los conocimientos del caballo. En la historia paralela a la Historia reconocida y a la mitología de la cual resultan, generaron una genealogía un poco dispar de personajes que surgieron, uno durante la Guerra de Troya para ayudar a los Troyanos sitiados, otro como Neso barquero de Heracles o como Quirón, de naturaleza más divina, presentado como un ser bienhechor. En el mundo real del circo, algunos jinetes y caballeros en perfecta harmonía con sus caballos, tales como François Baucher o Ernest Molier eran habitualmente comparados a Centauro por los cronistas de su época.

Curiosamente, la cultura del circo posee una originalidad que fue por mucho tiempo tachada de marginal e ingenua, pero se nutre sin embargo de temas y de estilos muy presentes en las tradiciones y en los hábitos culturales, a menudo revisitados. Las artes gráficas producen imágenes de caballos amaestrados en las actividades donde el hombre los empleó desde siempre, el transporte, la guerra, la diplomacia, el ocio y mil y un entretenimientos. Los soberanos han intercambiado a menudo regalos que los observadores describieron en cantidad y en valor con lujo de detalles. Regalar un caballo domado, en general para la guerra o para los torneos, compromete a las dos partes ya que saben apreciar su valor. La belleza, la docilidad y también la calidad de la sangre, es decir, el origen de la raza, pero sobre todo del impulso sin el cual el caballo no iría muy lejos, son de una importancia primordial. La cultura ecuestre de los Turcos u Otomanos, es muy reconocida, tanto por la formación de volatineros como de jinetes para el combate. Recibir un semental pura sangre preparado para los enfrentamientos y con un andar elegante y honorable para el desfile es paradójicamente una muestra de paz y de confianza.

Tal como el poeta o el narrador, el pintor homenajea al caballo ya sea por alguna de sus cualidades más buscadas, o por aquellas características que el hombre no logra domar. Su potencia, decuplicada por la violencia de algunos de sus arrebatos o la oposición a dejarse dominar o controlar. Caballos beligerantes arrastrados por una furia que los jinetes no logran contener fueron pintados por Horace Vernet en 1820, en una obra titulada La Course des chevaux libres. La equitación sabia, se desarrolló particularmente en la pista de los circos durante el siglo XIX. A través de presentaciones de caballos “en libertad” y de una disciplina ecuestre más erudita aún, la alta escuela, el hombre demostró conocimientos técnicos de avanzada en materia de educación y de dominación respetuosa del caballo. La sofisticación del método, los impulsos contenidos y la fluidez de las secuencias de figuras que hacían bailar al jinete y a su caballo revolucionaron completamente la imagen del fogoso corcel de los combates, guerras, cruzadas o torneos.

Los ejercicios de equitación presentados por amazonas rigurosas o por un jinete vistiendo un traje y un sombrero de copa eran menos espectaculares que las rutinas de los jinetes sobre sillas rectas en enaguas de tul o de los volatineros y saltadores de pie sobre sus caballos. Alfred de Dreux retrató a Elisa Petzold y a Caroline Loyo. Henri de Toulouse-Lautrec pintó a Jenny de Rahden, amazona esbelta y misteriosa, Maks Kees, un pintor holandés del principio del siglo XX, realizó decenas de cuadros representando amazonas y jinetes de escuela que actuaron en la pista del Circo Carré de Amsterdam, Jean y Marcelle Houcke, Thérèse Renz en Dama blanca, los hermanos Carré o Alex Konyot, el Jinete blanco, entre otros.

La guerra impera sobre las sociedades, sutilmente o de manera incisiva. El caballo destripado de Picasso, detalle de su gigantesca tela Guernica, simboliza la injusticia y el sufrimiento al que fue sometido la más inocente de las criaturas, tal como el niño muerto cargado por su madre en el fresco que transmite al mundo el eco del bombardeo del mercado de la ciudad, el 28 de abril de 1937. El lenguaje enfrenta los episodios más destacados de una historia de la que se apoderan los poetas. En su Ilíada, Homero menciona al Caballo de Troya plagado de soldados infiltrados para acabar con las últimas resistencias de los Troyanos. En el lenguaje coloquial, un caballo de Troya es una estratagema imparable que va a modificar una situación, o en lenguaje informático, un programa informático dañino que instala un virus destructivo. Otro eco de una situación de conflicto, el caballo de Frisia, estructura defensiva y estratégica constituida por cruces de madera, hierro o piedras puntiagudas ensambladas, que hace recordar a un episodio de la Guerra de los Ochenta Años llevada a cabo por los Españoles contra los Países Bajos en 1568. Sin embargo, majestuoso y palpitante de vida con su pelaje negro de ébano, con largas crines al viento, el verdadero caballo de Frisia, o frisón, se une sobre las pistas de circo al inmaculado lipizano, que junto a él parece aún más desnudo. Casi irónicamente, los rodeos de la lengua técnica de la doma apelan a reacciones humanas menos controladas. De este modo, bajo el Imperio Romano, la palabra latina trepidium designaba la acción de doblar con soltura la rodilla cambiando de pie, varias veces in situ. Este movimiento, útil para el guerrero a caballo con el fin de adaptarse a los terrenos de guerra y a los movimientos de los otros combatientes, recuerda un paso natural utilizado por el caballo macho hacia la hembra durante el cortejo. Más elaborada, se encuentra también en el origen del Piaffe, esa práctica de alta escuela sofisticada que hace “bailar” al jinete y a su corcel. ¿Acaso la figura refleja la dificultad experimentada por el domador en el aprendizaje de este movimiento o es solo una impresión de arrogancia? Con el tiempo, el término de trepidium derivó en “trépigner” (brincar), así como el término “Piaffer” se aplica en francés a una forma de reflejo compulsivo causado por la espera o la impaciencia.

Algunos hombres muestran atenciones que pueden parecer desproporcionadas hacia sus caballos favoritos. Una determinada Historia cuenta los excesos de una pasión desenfrenada personificada por los Emperadores Caligula y su caballo Incitato o Alejandro Magno hacia su valeroso corcel Bucéfalo. Construyeron, ya sea un palacio para que el caballo lo habite, o bien una ciudad que lleva su nombre, en el lugar de su muerte. En la plaza Herbert Von Karajan, en Salzburgo, en Austria, un estanque de estilo barroco diseñado por Fischer Von Erlach fue construido en 1693 para ofrecer a los caballos de desfile del Principado-arzobispado de la ciudad una piscina-abrevadero, Pferdeschwemme. Una estatua de caballo echando espuma por la boca, sujetado por un jinete, fue colocada en su centro en 1695 por Mändl, se destaca sobre un fondo de frescos de caballos fogosos, libres, realizados por Ebner y Stradanus. Una vez más, Pegaso, aparece victorioso sobre Belerofonte. Este homenaje grandioso al caballo y a la equitación, inscripto en la arquitectura de la ciudad, territorio eminentemente dedicado al humano, confiere al animal una identidad y un lugar sin igual. Aquel que comparte la casa del amo a lo largo de su existencia, lo acompaña también después de su muerte.

De un rincón del mundo al otro, rituales funerarios antiguos asocian a civiles y a militares de luto, junto al difunto. La representación de los decursios y las consecratios, desfiles fúnebres de los sacerdotes, de oficiales y de notables sobre el pedestal de la columna de Antonino Pío en Roma, resuena con el descubrimiento de cientos de soldados de arcilla, de pie o a caballo, surgidos de las fosas de Xi' an, dispuestos en batallones bien alineados, del mausoleo del Emperador chino Qin.
Por último, lejos de los jinetes aureolados por la gloria de las victorias, una tradición aún viva consagra el renombre del caballo rojo de Dalarna, mediatizado por su presencia en la Feria Internacional de Nueva York de 1939, donde se vendieron más de 10 000 pequeños ejemplares. Bonito símbolo de los conocimientos técnicos de los artesanos suecos y de la suavidad de la región, la realización manual del pequeño juguete trabajado inicialmente en el siglo XVIII por los leñadores de los bosques de Dalecarlia, fue perennizada en el pueblo de Nusnäs. El pequeño caballo de madera con un diseño florido concuerda con los resplandores del acuarelista virtuoso Anders Zorn y el encanto discreto de las escenas de género del pintor Carl Larsson. Con formas redondas, ingenuas, despierta lejanamente, el ruido del galope de las caballerías vikingas que fundaron el lazo de los Escandinavos con el caballo, simbolizado por Sleipnick, el caballo con ocho piernas del dios Odín.