Las fieras

por Marika Maymard

Someter a los animales salvajes y extraer de ello cierta gloria fundó desde tiempos inmemoriales una relación particular entre el hombre y la naturaleza. Un vínculo donde el pavor se codea con la admiración, un enfrentamiento donde el reflejo de protección se torna pasión y hechizo. El guerrero luce los atributos del animal sacrificado para arrogarse simbólicamente su valor, provocar a su vez el miedo y convocar a la gloria por haber vencido a la fuerza ciega. Su conquista es una primera forma de apropiación. La exaltación que provoca se vuelve obsesión. Conquistar más, matar, traer trofeos o capturar y exhibir constituyen a la vez un objetivo existencial y una alternativa a la desolación de los héroes humillados de las campañas militares perdidas. El siglo XIX opone lo “salvaje”, animales y hombres, a los cuestionamientos y los deseos de una sociedad a la cual los logros del Progreso y el retroceso de las fronteras hicieron crecer de manera excesiva.

 

Medirse con lo salvaje

Combatir a los animales salvajes a la puerta de las viviendas, al oso, al lobo o al león, según las regiones, es un desafío vital. La necesidad de la confrontación se convierte en juego, espectáculo, cuando por ociosidad, por deseo de poder o venganza sobre la adversidad, el hombre, el rey o el emperador organizan una gigantesca captura de animales salvajes y una matanza sistemática. El primer vínculo entre el circo y la explotación de las fieras nació de los ludi brindados a los pueblos romanos dentro de los anfiteatros construidos en todo el imperio. Compuestos por cacerías – venationes – y por duelos entre hombres y animales, los juegos de circo consumían por centenares a los animales salvajes provenientes de regiones sometidas al imperio. Según Dion Casio, para la inauguración del Coliseo o Anfiteatro Flavio por el Emperador Tito en 80 d. de J. C., se mataron 9.000 animales domesticados o salvajes durante los 100 días de las festividades inaugurales. Los juegos desaparecieron con la caída de Roma en el siglo V, pero encuentran eco a través de las épocas, en los combates y en las exhibiciones de animales. En arenas instaladas en las puertas de las ciudades, se lanzan mastines contra asnos, lobos contra un oso, hienas contra toros. Es así como, previo a la invención del circo moderno en 1768, el “Circo” de la calle de Sèvres extiende su hedor y los gritos de sus sanguinarios combatientes a este suburbio de París. Destruido en 1778 para la construcción del Hospital de Niños enfermos, fue reconstruido en la Barrière de Pantin.

 

 

La exhibición organizada

A partir de las exhibiciones de los adiestradores de osos en las plazas de los pueblos, en tiempos inmemoriales, se desarrolló toda la historia caótica de la dominación de los hombres sobre las criaturas salvajes. Siendo un desafío existencial y económico, la exhibición de animales exóticos se cubrió de justificaciones, desde el entretenimiento al estudio científico. Las ferias abundaban de “Profesores” que presentaban, en un vocabulario latinizado y enfático, las “maravillas de la naturaleza” arrancadas de su medio ambiente, etiquetadas según su grado de particularidad, enjauladas, encadenadas, inventariadas en letreros presentados sobre las paredes “con la autorización” del prefecto de la ciudad. El marco de la representación se empezó a organizar poco a poco. Del caos sangriento y nauseabundo de las arenas romanas a la presentación estilizada en uniforme colorido de las entradas de jaula de los circos, se elaboraron todas las etapas de una dramaturgia. El teatro de las fieras comenzó sus inicios a la sombra de las “jaulas teatro”, alineadas detrás de las fachadas de espejos biselados de los zoológicos feriantes.

 

 

Se componía como mínimo de un decorado, de actores preparados para la presentación, y de un maestro del juego. En la distribución, las más esperadas eran las fieras, los grandes felinos, tigres y leones y los pequeños felinos, panteras y leopardos, jaguares, pumas y linces. Pero los osos, las hienas y los lobos también son fieras. Hacia 1830, los primeros domadores, Henri Martin, Isaac Van Amburgh y James Cárter actuaban en pantomimas. Una crónica de la vida parisina describía en 1829: “El zoológico de Sr. Martin Basse-St Denis. Allí pueden verse a dos leones, un tigre de Bengala, la hiena de Asia y la llama de Perú. Cada cual está domesticado y juega con su amo”1. Sería necesario esperar casi un siglo para que las fieras domesticadas, amaestradas o domadas, pasen de la jaula teatro a la jaula central de una pista de circo. Los primeros circos zoológicos se denominaban Amar, Bouglione, el Zoo Circus de los Court, en Francia, Kraiser o Krone en Alemania, Chipperfield en Inglaterra, Kludsky en Checoslovaquia, Van Amburgh en los Estados Unidos…

 

 

Frente a frente fatal

A partir del momento en que el domador y el animal se encuentran en presencia el uno del otro, están comprometidos mutuamente, dependen uno del otro, en todos los aspectos de la vida. El mansuetario, oficial de bajo rango del Imperio Romano, encargado de los animales salvajes destinados a los “entretenimientos con animales”, debía enseñarles a desfilar en la arena antes de combatir siguiendo un protocolo preciso. ¡Dios lo ampare si el animal arruinaba el espectáculo saltando las etapas, atacando al adversario designado, destrozándolo demasiado deprisa o al contrario, durmiéndose sobre la arena caliente! El mansuetario, o leonero, adiestraba a “mano limpia”, en una relación basada en la confianza con un toque de amenaza medido. Un método llamado “descosquillar” en el siglo XIX, adoptado aparentemente por Martin en el teatro, en oposición a la doma “feroz”, empleada de buen grado por los beligerantes de las ferias debido a su poder atemorizante. El frente a frente impuesto entre el domador y sus animales a partir del primer contacto, condiciona el conocimiento de aquel sobre cada uno de ellos, sobre su comportamiento y su temple. El porvenir de su alianza nunca estará garantizado, a pesar de toda la atención prodigada, la pericia puesta en práctica, la vigilancia constante. Alfred Court (1883-1977) domador audaz, apasionado, respetado, obtuvo logros en todo Occidente con grupos de fieras presentados por domadores seleccionados según sus habilidades y su carácter. Profesaba, relataba, en artículos y obras. Pero al fin de cuentas, lloró a varios domadores de su compañía. 

 

 

El adiestramiento: ¿cuestión de género?

El poderoso impulso que puede llevar a alguien a emprender la carrera de domador es el deseo de existir libremente con fuerza y pasión, y por ende, las mujeres tanto como los hombres pueden aspirar a ello. Los recursos dentro de uno mismo, el amor por las bestias, una perfecta compostura y una gran obstinación, no son la prerrogativa de un sexo en particular. Lo que acerca y diferencia a las domadoras es la forma en la que ejercen su dominio sobre sus fieras. Madame Morelli presentaba las rutinas de sus jaguares luciendo un traje de noche y collares de perlas, Claire Héliot enseñaba a sus leones y les servía la sopa en la mesa, y Tilly Bébé mimaba a las bestias que había recibido de la Condesa de X*** que los había abandonado, como si fueran sus propios hijos. Independiente e imperial como Nouma Hawa en el siglo anterior, Irina Bougrimova colocaba a sus leones en una alfombra sobre la que caminaba, descendiendo en una barquilla voladora donde tomaba asiento con su león favorito. Margarita Nazarova jugaba al polo con sus tigres en una piscina apenas equipada con barreras, o los hacía trabajar desde pequeños sofás amarrados a la jaula.

 

 

Las mujeres domadoras coparon durante mucho tiempo los titulares de los diarios. Algunas asumían su actividad con serenidad, otras debían exagerar para imponerse delante de los hombres, por juego, por provocación o deseo de revancha. Las feministas como la alemana Lily Braun las citaron como pioneras en una lucha por la afirmación de una identidad personal, mientras que Irina Bougrimova, una exgimnasta convertida en domadora, influyó sobre toda una generación de domadores soviéticos. Con el abandono gradual de las entradas de jaulas de los grandes circos, la puerta entreabierta menos de un siglo antes sobre un mundo impregnado de olores fuertes y compuesto de pieles temblorosas, rugidos de rabia y de aliento de catástrofe, se cerró poco a poco. Irremediablemente.

 

 

1. in La vie parisienne à travers le XIXe siècle : Paris de 1800 à 1900, T. 1 / publicado bajo la dirección de Charles Simond (1837-1916), Paris, E. Plon, Nourrit et Cie, 1900-1901.