Culturas

por Pascal Jacob

Un león de alambre y de lana, encerrado dentro de una jaula de cartón, las fauces bien abiertas para que su domador pueda introducir su cabeza, manipulado sencillamente por su creador tal como lo harían los niños con sus juguetes. Bajo la mirada de un puñado de espectadores maravillados, el Circo del escultor Alexander Calder es un condensado de imaginario, una construcción del espíritu, una obra de arte forjada con el cuidado de un artesano: todos los arquetipos del circo se encuentran personificados por una multitud de pequeñas siluetas cuyos símbolos se destacan y donde el adiestramiento ocupa un lugar importante, en un zoológico espléndidamente fabricado, a la vez con refinamiento y con mucho humor.

Animales y formas: representaciones

El término salvaje, al igual que bárbaro, es un antónimo de civilizado: una paradoja interesante si consideramos al adiestramiento como un intento de civilización aplicado a las criaturas salvajes o simplemente reacias a la domesticación. Proveniente de la selva originaria, el salvaje marca la frontera entre la humanidad y la animalidad. El hecho de que en derecho francés, el animal calificado como “salvaje” sea por esencia aquel que no está recluso, es otra interesante contradicción en un contexto de cautiverio impuesto. En el simbolismo chino, solo tienen importancia los animales salvajes: las criaturas domésticas no cuentan, no desempeñan ningún papel y son confinadas a la posición de los embaucados en las supersticiones y los cuentos…

En materia de adiestramiento el fenómeno de domesticación suele ser un preludio. Cuando el príncipe Tamino, héroe de La Flauta Mágica de Mozart, encanta a los animales salvajes reunidos en torno a él, reinventa el mito de Orfeo afianzando una filiación intuitiva a la idea de representación de un intercambio idílico entre hombres y animales [Wie Stark is nicht Zauberton, ver selección 6]. Esta dualidad fascina: el cuadro denominado La Dompteuse de Léonard Tsuguharu Foujita de 1930, como la litografía representando a un león frente a su domador que el pintor noruego Edvard Munch (1863-1944) realizó en 1916 – The Lion Tamer –, demuestran el interés de los artistas plásticos ante un tema que hubiera podido, en el mejor de los casos, permanecer anecdótico. Sin embargo, la apetencia por lo salvaje, por las crines despeinadas y los colmillos afilados atraviesa y trasciende todas las épocas desde el siglo XVIII.

En 1751, Clara, una hembra rinoceronte perfectamente amaestrada llegada a Róterdam diez años antes, fue presentada en Venecia con motivo del Carnaval. Su éxito fue extraordinario y el pintor Pietro Longhi fijó en varias telas a este animal mítico. El animal era inusual y por ello, fascinó aún más al público y a los cronistas de aquella época. Clara no fue el primer ser de su especie en pisar el Viejo Continente. Dos siglos antes, el pintor y grabador A. Dürer había realizado un grabado de un rinoceronte obsequiado al Rey de Portugal en 1513. Poco a poco, el animal exótico se convirtió en un tema y, en ocasiones, en una alegoría de la independencia ardiente cuando esta induce a cierta nostalgia por el viaje y los descubrimientos.

Giovanni Domenico Tiepolo dibujó hacia 1800 una serie de láminas poniendo en escena a animales junto con sus polichinelas: uno de los dibujos muestra a un felino dentro de una jaula, similar a la de los zoológicos ambulantes que surcaban entonces Europa. Esta inclinación por los lugares lejanos corresponde perfectamente a las caravanas pintadas con colores vivos, que se instalaban transitoriamente en las plazas de los pueblos y brindaban sus secretos varias veces al día, añadiendo a veces la atracción adicional de una entrada en la jaula. Porque obviamente, la naturaleza humana es de tal modo que después de haber contemplado a un león o un tigre, adormecido o rugiendo, ansía aún más la próxima vez que tendrá la ocasión de aventurarse bajo la lona de otro zoológico… Paul Meyerheim era un pintor alemán que privilegiaba las escenas de género. Se apasionó por el perfume de las fieras, tan pesado y penetrante como el del espeso humo producido por los quinqués fijados sobre estacas plantadas frente a las jaulas. Las casas de fieras donde se amontonaban los animales más extraños ejercieron sobre su imaginario un atractivo irresistible. Pintó numerosas telas, a veces en formato muy grande y retrató de esa manera una atmósfera singular, inherente a esas barracas sencillas donde se apiñaban todos los estratos sociales. Los cuadros de Meyerheim eran colgados en los salones y en los cimacios de los museos, brindándole así a una forma popular y feriante un posicionamiento social inesperado y un reconocimiento duradero.

 

Impregnaciones

A principios del siglo XX, más que el payaso, la amazona o el trapecista, el animal salvaje impregnó la trama estética del circo: artistas plásticos y autores no se equivocaron, la fiera, las pieles, escamas y caparazones combinados, fueron un extraordinario catalizador de creatividad que inspiró a numerosos artistas en la creación de telas potentes y esculturas impresionantes. Un repertorio de formas inagotable se abrió entonces para todas aquellas y aquellos que eligieron representar animales a partir de trazos sueltos. El bestiario esculpido por Giambologna para adornar una fuente en Florencia en el siglo XVII reveló su habilidad para transmitir el pálpito de la vida. Rosa Bonheur, Arnost Hofbauer, Emmanuel Fremiet, Antoine-Louis Barye Bugatti, François Pompon, Georges-Lucien Guyot, Edouard Marcel Sandoz o Guido Righetti, transformaron lo vivo en un repertorio de formas del cual se inspiraron y a partir de cual definieron su estilo. Gracias a ellos, la escultura animal se afirmó como un género en sí mismo y para algunos de ellos, fue el tema principal de una obra. Representar para apropiarse: los innumerables modelos que adornan consolas y chimeneas dan cuenta del gusto por lo lejano, y también de una falsa proximidad con criaturas extraordinarias.

Esta impregnación de lo salvaje es perceptible también en la literatura: Une passion dans le Désert, cuento de Honoré de Balzac publicado en 1830, comienza con una evocación del domador Henri Martin cuyo trabajo con las fieras resulta ser el pretexto para una historia conmovedora de complicidad entre un militar perdido en el desierto y una pantera. En esta proximidad fortuita entre el hombre y el animal, hallamos la trama de la historia de Androcles, esclavo fugitivo que curó a un león herido en el desierto antes de ser atrapado nuevamente, condenado a ser arrojado a los leones y salvado por el león que había aliviado. La parábola, situada bajo el Reino de Calígula, es recurrente en la historia romana: ¡Plinio el Viejo cuenta dos anécdotas similares donde el Mentor de Siracusa y el Elpis de Samos también socorrieron a fieras, pero no precisa si el lazo de amistad era tan preciado como el del león del joven esclavo! Pero la aventura es bella: el dramaturgo británico Georges Bernard Shaw publicó en 1912 su versión de la historia de Androcles, cimiento del guión de una película de Chester Erskine realizada en 1952. El escritor norteamericano Nathaniel Hawthorne mencionó en su Diario la presencia de un zoológico instalado cerca de North Adams en el Massachussetts que visitó en septiembre de 1828 y en donde vio a un domador carismático, sin duda alguna a Isaac Van Amburgh, introducir su brazo y su cabeza en la boca abierta de un león. Haciendo mucho más hincapié en el efecto producido por el magnetismo del hombre sobre el público, que en la proeza en sí misma…

Es difícil no vislumbrar en esta práctica humana de proximidad con la fiera sólidos vínculos de anterioridad o de posteridad, ilustrados, míticos o legendarios. Androcles, Orfeo, Circe y también Daniel o San Francisco de Asís, afianzan la disciplina, en una percepción muy humana, de un reino animal destinado a ser sometido a la voluntad del hombre. Al componer su obra iniciática, el escritor británico Rudyard Kipling, pone en escena a un niño criado por los lobos y capaz de comprender el lenguaje de todos los animales que lo rodean. Mowgli, héroe frágil del Libro de la Selva, no es mejor domador que Lord Greystoke, el Señor del Bosque de otro continente, pero ambos personifican esta complicidad edénica que el hombre sueña a veces experimentar o vivir.

Esta atenuación de la línea afilada entre lo salvaje y lo civilizado es asumida y superada por medio de propuestas divertidas, cuyos creadores extraen del aspecto amistoso del adiestramiento, olvidando al hombre para concentrarse en el animal. Con Walt Disney y Tex Avery, un bestiario encantado puebla la pantalla grande con una rapidez fulgurante a principios del siglo XX. Este “zoo” mucho le debe al imaginario y al romanticismo del domador, amo benevolente de sus animales humanizados, a veces hasta el exceso. Así pues, el león coronado, montado sobre un carro tirado por dos tigres, el elefante luciendo una gorra y subido sobre un triciclo o el chimpancé vestido de pies a cabeza con elegancia y fumando un puro, más allá de algunos intentos patéticos de asimilación con criaturas pensantes, representan por el contrario, una extraordinaria fuente creativa dando lugar a una condición perturbadora de animales desnaturalizados.

De la interpretación a la fragmentación, hay a veces solo un muy leve salto al costado. Patas con garras para adornar pies de mesas o sillas, escamas estilizadas, pieles y cueros tendidos sobre una multitud de sillones y tumbonas, rayas y ocelos reinterpretadas en numerosos ejercicios de estilo, las artes decorativas se nutren desde la Antigüedad del vivero infinito de la fauna salvaje. Si bien la exactitud de la representación era inicialmente privilegiada, los creadores fueron liberándose progresivamente de un repertorio de formas demasiado precisas para dar cuerpo a un imaginario desenfrenado. A este respecto, el elefante es una de las criaturas más preciadas por los diseñadores de muebles: el taburete Elephant de contrachapado creado por Charles Eames en 1945, el trípode Elephant Stool diseñado por Sori Yanagi en 1954 o el sillón Éléphant imaginado por Bernard Rancillac en 1966 demuestran esta fascinación por una criatura fuera de serie. El motivo del sofá Oso polar creado por Jean Royère en 1953 concuerda con esta categoría de dibujo que caracteriza las producciones de esos años fructíferos. La figuración reapareció con las criaturas “útiles” imaginadas por Claude y François-Xavier Lalanne cuyo bestiario encantado y lleno de humor estaba compuesto por animales-muebles a la vez pragmáticos y poéticos. Los trabajos de Maximo Riera, Derek Pearce o Benoît Convers juegan sin cesar con la ironía y el desfase pero no omiten nunca el hecho de integrar a estas fieras de madera o metal en un cotidiano que carece a veces de imaginación.

Se conoce el gusto afirmado de Walt Disney por una percepción antropomorfa del animal. Las fuentes de su obra son a menudo explícitas, inspirándose en gran medida en los viveros de la cultura europea. Las fábulas de Esopo, los cuentos de Perrault, de Andersen o Grimm, el cine expresionista y… el mundo animal en todo su esplendor, constituyen la poderosa base de su inspiración. “Fuerte como un oso”, “astuto como un zorro”, “sobrio como un camello”, “dando vueltas como un león enjaulado”, “tener lágrimas de cocodrilo” o tener un “ojo de lince” son algunas máximas populares forjadas en el trasfondo de una vivencia humanizada del mundo animal. Refuerzan de manera implícita esta fascinación por lo salvaje que atravesó culturas y civilizaciones desde los orígenes de la Humanidad. Una manera de apropiarse de las virtudes y los valores del reino animal para afirmar aún más, este oscuro deseo de poder absoluto que persigue a los hombres cuando son enfrentados a una naturaleza que consideran a menudo hostil. Salvaje.