Culturas

por Pascal Jacob

Un cuello equino cuya sinuosidad se asemeja a un arco. Una grupa similar a una colina. Crines gruesas que caen, cual velo o cascada. Piernas, justas y perfectas, afianzadas al suelo por cascos redondos y potentes. Inmensos. Cuando Caravaggio pintó la Conversión de San Pablo en el camino a Damasco, se perdió durante días y noches en la contemplación de una creatura tan viva que terminó llenando la tela…
“Su” caballo, gigantesco, invade el cuadro, fagocita prácticamente al sujeto y se convierte en el eje radiante de la obra. No se trata obviamente de un caballo de circo, pero el pelaje de este animal fantástico evoca irresistiblemente la capa pío de los Tinkers irlandeses, comunidad fascinante de gitanos que acechan las rutas de la Isla Esmeralda desde hace siglos, herederos y miembros de una diáspora universal que siempre se ha asociado con los caballos. Desde el origen de la Humanidad, míticos y legendarios, Pegaso, el Centauro, Bayardo, Bucéfalo, el Unicornio o las Amazonas, criaturas poderosas y evocadoras, fueron tejiendo los hilos de una inquietante complicidad entre el caballo y los pueblos que lo adiestran o lo retienen con fines mágicos usando una multitud de soportes, improvisados o cuidadosamente preparados.

Fuentes

Pequeños caballos galopan sobre las paredes de las grutas de Altamira y de Lascaux: sin jinetes ni penacho, sin embargo no dejan de personificar esa intuición tan humana de la domesticación y el adiestramiento, esta propensión a comprender y a retener un impulso primitivo destinado a transformarse en compañerismo en los siglos por venir. Pintados, los caballos salvajes ya están “domesticados”. De todas las criaturas magnificadas por la mano del hombre, ellos serán en la historia los únicos en acceder a la condición de compañero, preludio de un extraordinario porvenir para los pueblos de jinetes venideros.
Una estampa de 1772 muestra guerreros japoneses transportados por el ímpetu de sus caballos y realizando equilibrios y pases bajo el cuello: una complicidad indudable con los jinetes mongoles que acechaban los llanos del Imperio del Medio y con la empuñadura de su morin juur, instrumento tradicional, adornado con una fina cabeza de caballo que representaba el compromiso sin falla hacia este ser vivo inseparable del devenir de una comunidad unida a su potencia y docilidad. Cuando George Stubbs pintó el retrato de los caballos de la aristocracia británica, James Pradier esculpió la amazona Antoinette Lejars subida a su caballo Thisbée para adornar la fachada del Circo de los Campos Elíseos a cambio de un acceso libre y permanente a las representaciones. Y el Señor Wulff, director de circo, le encargó al escultor belga Godefroid de Vreese una estatua de bronce de sí mismo a caballo, erguido y digno, que le garantice una efigie elegante, noble y duradera. No es tampoco una casualidad que John Bill Ricketts, fundador del circo americano, haya sido representado con una cabeza de caballo en tela de fondo, un cuadro conservado en la National Gallery de Washington y que legitima la importancia del caballo desde los balbuceos de la creación de un espectáculo ecuestre…

Transposiciones

El arte es un espejo de la fascinación del hombre por el caballo, representado sobre innumerables paneles, telas y miniaturas, desde la India Mogol a la China de los emperadores, desde un Occidente fascinado a la América aturdida por este fogoso compañero de todas las conquistas. Pero este animal tan adorado por los príncipes como por los patanes, orna también una de las piezas del tablero de ajedrez, uno de los juegos más antiguos de la historia de la humanidad y también es emblema de algunos juegos de mesa más recientes… Tallado en prestigiosos talleres, decora innumerables carruseles de feriantes y galopa alegre sobre los senderos de la cultura popular en forma de expresiones gráficas donde la fiebre, el casco y la crin son los protagonistas.
Compañero de viaje, de trabajo o de combate, el caballo atravesó todas las mitologías, de un extremo del mundo al otro, de los confines de Oriente a los más alejados páramos del Occidente. Epona, una deidad mayor del mundo céltico y galo, cuyo culto fue testificado por múltiples fuentes galo romanas, se la asocia al caballo, animal emblemático de la aristocracia militar gala, cuyas campañas contribuyeron a una amplia difusión de su culto. La diosa tiene por equivalente a Rhiannon para los Celtas del país de Gales y a Macha en los de Irlanda. Su culto fue aceptado de manera global por la civilización romana que adoraba las aguas y los caballos. Representada por una yegua y el cuerno de la abundancia, éste a veces sustituido por una cesta de frutas, es la gran diosa jineta o diosa yegua: lo que Epona pone de manifiesto, es la fascinación con mezcla de respeto y adoración por un animal tan próximo a los hombres que su existencia se confunde con la de sus jinetes.

 

Reflejos

La “centaurización” del jinete, vigente desde François Baucher y Ernest Molier, contribuyó al reconocimiento y a la valoración de un modelo ecuestre singular, en el cruce simbólico de la equitación académica y la exhibición espectacular. El bien llamado Théâtre du Centaure, rinde homenaje desde 1989 a esta complicidad entre el jinete y su caballo, de una forma inédita para la escritura, en donde ya no se sabe si es el caballo que habla o el hombre quien patea…

En el Siglo XIX, por su proximidad con el poder y su compromiso con una casta de iniciados que lo frecuentaban asiduamente, el circo contribuyó a afianzar la silueta del caballo en la vida cotidiana de los pintores y los escultores. Frémiet, Pradier, Géricault, Vernet, Adam, Tissot y sobre todo Toulouse-Lautrec encontró en la pista y en las bambalinas una inspiración inédita para la realización de motivos espectaculares, ilustraciones cómicas y telas impresionantes donde la dimensión circense y saltimbanqui era literal y brillante o se volvía más discreta. Rosa Bonheur pintó con talento y fielmente al célebre William Frederick Cody en su gira por Francia en 1905 y le ofreció a aquel que todos llamaban naturalmente Buffalo Bill una representación elegante y refinada que sirvió las veces para un afiche…

 

 

 

Pablo Picasso, al ofrecer un lugar central a un caballo alado, fijó el fantasma de Pegaso a su imaginario y tradujo su fascinación por una criatura fuera de serie sobre el inmenso telón del ballet Parade, creado en 1917 en París por los bailarines de la compañía de los Ballets Rusos de Serge de Diaghilev. Telón donde aparecen las figuras emblemáticas de la pista, la obra del pintor selló de manera exuberante las bodas del circo y del arte del Siglo XX. Joan Miró interpretó y cuestionó a su vez al caballo de circo en una decena de telas pintadas entre 1925 y 1927, mientras que Marc Chagall, durante el invierno 1926-1927 realizó una serie de 19 témperas a partir de dibujos realizados desde el palco privado de Ambroise Vollard en el Circo de Invierno. Raoul y Jean Dufy, Fernand Léger, y también Max Beckmann, Kees Van Dongen o Marie Laurencin se apasionaron a su vez por los juegos de la pista, incluyeron caballos y jinetes a su repertorio visual y trazaron otra percepción del circo, simbólico y poderoso. De esa manera contribuyeron a afianzar una forma artística popular, en otra esfera del imaginario colectivo. Estético, vibrante, “el circo de ellos” resonó en las paredes de los museos, en las galerías o adornó los salones de coleccionistas fascinados por los cuestionamientos metafóricos de una “vida bohemia” con la que se identificaban por su espíritu de independencia y su desdén por las convenciones. 

 

Pasarelas

Del Roman de l'écuyère de la baronesa Jenny de Rahden a La Dame du cirque de Guy des Cars, la literatura dirige una mirada divertida o distanciada de las relaciones entre la jineta y su caballo, figuras emblemáticas de un universo colorido y dinámico, pretexto para la escritura de escenas espectaculares o románticas. Es difícil también no ver una alegoría divertida del payaso y del augusto en las relaciones conflictivas y cómplices que se tejen entre Don Quijote y Sancho Panza, ambos jinetes y ambos vencidos por los meandros de una sociedad rígida, distante y poco propensa a apoyar la imaginación y la extravagancia. Mazeppa de Lord Byron, historia oscura de infidelidad y venganza, situada en los llanos de la Ucrania del Medioevo, sirvió de trama fuerte y espectacular para una pantomima evocadora, breve o prolongada según la inspiración de sus creadores, llevada a la pista del circo sobre todo por una escena de coraje, en la que el oficial ucraniano castigado, el famoso Mazeppa, es atado a su caballo, desnudo y ofrecido a la codicia de los lobos que rondan por la estepa… De este episodio literario, fuerte y vivo, se extrajeron varias obras cinematográficas incluida “Mazeppa” de Bartabas, suerte de fresco espléndido con la presencia latente del personajes del jinete Franconi y del pintor Géricault, interpretado por el actor Miguel Bosé, atado, desnudo sobre un caballo encadenado a una cinta transportadora para la escena final magistral de una película suntuosa donde hombres y caballos están inseparablemente unidos. De una conversión a una condena, los lazos que unen a hombres y caballos son el símbolo de una relación casi carnal donde complicidad y precisión son a la vez el motor y la razón de ser, de una historia de adiestramiento y civilización.