Culturas

por Pascal Jacob

El más asombroso de todos los volatineros aéreos tal vez sea el héroe de un cuento famoso publicado en 1911 por el autor escocés J. M. Barrie, se trata de la historia de un niño que no quería crecer y acechaba Neverland, el “País Imaginario” dónde vivían también piratas, un cocodrilo y los niños perdidos… Peter Pan personifica esa fascinación por la ligereza y la agilidad de revolotear sobre las ciudades y el tiempo. Se puede distinguir una curiosa analogía en la representación de Jules Léotard, de un trapecista real volando sobre los techos de París sobre una litografía incluida en sus pretendidas “memorias”…

Este deseo de despegarse del suelo, libremente personificado por todas y todos aquellos que se lanzan de un trapecio a otro, fue idealmente ilustrado por Léotard y su popularidad resultó inmensa. Casi se podría hablar de un culto inédito en torno a este hombre de físico elegante, muy solicitado por una multitud de admiradoras al punto de consagrarles una pequeña obra en donde detallaba con precisión sus conquistas y las ofrendas que recibía de ellas. Se le han dedicado varias obras musicales, en particular, Léotard Vals, vals compuesto por Charles Coote junior y la pieza musical Léotard Polca de Charles Haring, mientras que el trapecista fue celebrado en la canción “The Daring Young Man on the Flying Trapeze” interpretada por el cantante de moda de aquel entonces, George Leybourne.
El director y coreógrafo ruso Valentin Gneoushev prolongó esta fascinación creando en 1993, el Homenaje a Léotard, un número donde se presentaban sucesivamente las técnicas fundadoras de la disciplina, la acrobacia de barra a barra y a los brazos del portor. Léotard, prematuramente desaparecido, se inscribe en una filiación mítica donde prosperan las figuras de Ícaro y Faetón, muertos por haber deseado volar, uno traicionado por sus alas y el otro llevado por sus caballos desbocados por encima del mundo y que cayó “víctima de su noble audacia” según el epitafio que grabaron las náyades sobre su tumba. En los dos casos, los rayos del sol fueron fatales para los héroes de un vuelo mal dominado, pero que supo evocar lo que funda culturalmente este deseo de sobrepasar las dificultades terrestres: la libertad, una perspectiva nueva, cierta emancipación de las condiciones diarias, la fuga y el control del propio destino. 

 

Vuelo y civilización

Sepultado durante varios días para liberarse de sus lazos con la tierra y estar en condiciones de elevarse por encima del suelo, tal es el héroe de Vertigo, una fábula vertiginosa de Paul Auster particularmente veraz y en consecuencia, especialmente cautivante… El escritor explora el desapego de sí mismo, la posibilidad de absolverse de la gravedad, con el fin de adquirir tal ligereza que volar se vuelva natural. Esta perseverancia por dominar el aire y el vacío, duplicada por una apetencia eterna por la libertad absoluta de los pájaros, impregna la imaginación de los autores y los lleva a explorar ámbitos inesperados. Las aventuras del pequeño brujo de J. K. Rowling no serían seguramente las mismas si sus héroes no tuvieran la facultad de volar muy rápido y muy alto montados en simples escobas… Esta dimensión mágica nutre el imaginario colectivo y no parece una casualidad que los trapecistas estén a menudo a la cabeza de todos los “sondeos” de apreciación realizados a la opinión pública. ¡Esta propensión a volar sobre el mundo se ilustra de manera transversal en numerosas culturas, en particular con los personajes de Aladino o Sinbad, adeptos a la alfombra voladora y los vuelos espectaculares con ayuda o no de un genio!
Si estas figuras resultan tan poderosas para todas las generaciones, es porque ilustran la facultad insolente de burlar los límites conocidos y aceptados para transformarse en fábulas adoradas, partiendo de las Mil y una noches. El principio de ascensión y el de caída, considerado como su corolario inevitable, recorren varias civilizaciones, ilustrando a su vez con agudeza o simplicidad, este deseo nunca satisfecho de elevarse lejos de la multitud.