La carpa y la itinerancia

Codificación del vagabundeo y de la movilidad

por Pascal Jacob

 

Al elaborar una edificación de lona para convertirla en una sala de espectáculo fácilmente desmontable y transportable, el norteamericano Joshua Purdy Brown fundó el principio de itinerancia, aplicada a una forma artística más familiarizada con la comodidad de las paredes y estructuras de madera, que con las corrientes de aire inevitables en este tipo de construcciones.

Al confeccionar su “paraguas”, Brown asumía la fragilidad de la carpa, pero reivindicaba sobre todo la simplicidad de la instalación y el mínimo estorbo material que representaba, lo que era indispensable para viajar a menor costo. Algunos paquetes de toldo, estacas y un mástil de madera bastaban para la edificación de lo que iba a convertirse en un verdadero símbolo del circo viajero: la carpa. Su comodidad era rudimentaria: algunas sillas destinadas a las “personas de notoriedad” se pedían prestadas a la hostería más cercana y eran instaladas cerca de la pista, mientras que el resto del público se mantenía de pie, atrás, admirando a la luz de las antorchas de madera crepitante y de olor resinoso, los ejercicios de acrobacia y las proezas acrobáticas de compañías compuestas generalmente por algunos jinetes, por un payaso y un puñado de acróbatas.
Varias motivaciones prevalecieron para el uso de esta innovación estructural: la escasa dimensión del tejido urbano que no permitía una instalación por un largo período en ciudades demasiado pequeñas para ser rentables a largo plazo y que justificaba optar por la ligereza, la dificultad para renovar las atracciones que componían el programa en un país que descubrió los juegos ecuestres menos de treinta años atrás y también la gran facilidad de instalación de la carpa. Sin mencionar su extrema ductilidad.

 

 

 

En 1888, la llegada a los Estados Unidos de tres pistas yuxtapuestas fue favorable para esta disposición en línea, en donde bastaba con añadir palos para estirar la tienda y crear así gigantescas naves de toldo donde tomaban asiento miles de espectadores. En 1926, Hans Stosch Sarrasani quien regresaba recientemente de una gira triunfal en Sudamérica invirtió todas sus ganancias en la modernización de su material y diseñó la carpa conocida con el nombre de “carpa a la Alemana” que encerraba la pista entre cuatro mástiles, cubierta por una cúpula circular.

 

 

El dispositivo aludía a la arquitectura de los circos estables en duro e incluso si bien no permitía ampliar indefinidamente la superficie de la carpa, también era posible recibir a varios miles de espectadores sobre gradas circulares, lo que era una manera de crear una paradójica intimidad inimaginable en una carpa a la Americana, en la cual  las gradas se extendían a veces en varios centenares de metros…

 

El circo en la ciudad

La carpa revolucionó todos los códigos establecidos: las compañías pasaron de la inserción a la depredación, del arraigo a la inestabilidad, del vínculo duradero al paréntesis efímero. Los circos estables en duro eran comparables a monumentos urbanos, hitos arquitectónicos similares a los edificios públicos que estructuran una ciudad, desde el teatro a la estación o al museo. La compañía que allí se instalaba no modificaba su esencia. Los caballos eran instalados en los establos y los artistas desempacaban sus pertenencias en los camerinos: el edificio integraba a sus nuevos ocupantes, pero no revelaba nada, si no fuera por un banderín de colores vivos colgado a veces sobre la fachada para anunciar las representaciones. La carpa por el contrario era depredadora. Se apoderaba de un espacio vacío, se instalaba y perturbaba drásticamente su configuración. Los habitantes que tenían la costumbre de cruzar la plaza o el terreno de la feria ya no podían hacerlo.
En el lapso de una noche, la tierra había sido revuelta, habían sido plantadas largas estacas de metal en el suelo y otra ciudad había sido izada en el lugar de una zona de recreo y paseo… Furgones coloridos, olores extraños, ruidos desconocidos irían a dar ritmo durante algunas horas a la vida de los ciudadanos sorprendidos, resignados o furiosos.
La instalación se asemejaba a una intrusión. Era una fortaleza que parecía reírse de las casas circundantes, de sus banderas ondeando al viento y sus murallas impenetrables destinadas a ocultar hombres y animales hasta la hora fatídica de la resolución, del intercambio y del encuentro entre dos comunidades, ese momento en que las puertas se entreabrían, en donde el común de los mortales era invitado a penetrar en el antro misterioso que pronto habría desaparecido.

 

Elogio de la movilidad

El sistema de desplazamiento de un edificio a otro ofrecía cierta comodidad, pero también era a veces un sistema de doble filo. En el caso de una ciudad del Norte, por ejemplo, enlutada por una tragedia, un accidente minero había ocurrido poco tiempo atrás y ningún habitante tenía ganas de ir al circo. Si la compañía hubiese alquilado el circo durante varias semanas, se trataría de una catástrofe financiera y de la señal de una quiebra probable. Ya que el próximo alquiler sólo sería accesible al final de esa primera etapa, un mes más tarde, o incluso más tarde aún…

Con una carpa, símbolo de independencia y libertad bastaba con modificar el recorrido, de perder un día o dos para alejarse lo más posible del epicentro de la tragedia y reanudar el curso de la gira a algunas decenas o centenares de kilómetros, en otra región y en otras ciudades.

En adelante, y en una dimensión que sería aún simplificada por la motorización de los vehículos de transporte, el circo descubrió la movilidad y la autarquía. Para ganar tiempo, se desplazaba con todo los que le fuera necesario y atravesaba las distancias con avidez. Se desplazaba por la noche, se instalaba al alba, actuaba en el crepúsculo y desaparecía nuevamente en las tinieblas sin dejar rastros…

Fue la carpa que indujo tal rapidez de movimiento y transformó al circo del siglo XX en un parangón de velocidad y eficacia resumido por la expresión del oficio: “hacer la ciudad en un día”. Hasta allí, se trataba de transportar un espectáculo de una ciudad a otra, a partir de entonces, fue una ciudad de toldo que se desplazaba, con armas y equipajes, como un pequeño ejército bien entrenado y acostumbrado a todas las dificultades del oficio.

Sin lugar a dudas, no fue por casualidad que el alto mando japonés enviara regularmente a sus oficiales a asistir al montaje y al desmontaje del circo Hagenbeck durante su gira en las Islas del Sol Naciente en 1933… 

 

 

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