Los animales domésticos

por Marika Maymard

¿Cómo pueden las mascotas criadas para transportar cargas, cuidar la casa, ser comidas o acariciadas, convertirse en “sabias”? Domesticados con fines utilitarios, los animales son una parte integral de la casa [domus en latín] dirigida, dominada por el amo de familia [dominus]. A lo largo de los milenios, las prácticas de cría, doma y cautiverio han alterado y modificado genéticamente a los animales salvajes sometidos a las mismas. Los ejemplos más cercanos entre los animales que han vivido con humanos desde hace mucho tiempo son sin duda el buey [bostaurus], el cerdo, el caballo y el perro. Miembros de una horda o de un rebaño con una organización altamente codificada en su ámbito natural, se hallaron desde ese entonces aprehendidos como individuos aislados en una relación singular con su dueño, su instructor y dicho sin ambages, su domador. Inicialmente en los patios de las posadas y los salones, en las barracas y recintos feriantes y luego en las pistas de circo, perros, gatos, burros, mulas, pero también cerdos, gansos, gallinas y conejos, fueron elegidos y de alguna manera entronizados al rango de “animales sabios”.

 

Se dice del caballo de manera un poco apresurada, pero del perro con seguridad, que son “los mejores amigos del hombre”. ¿Acaso esto significa que eligieron en un día lejano unirse a él y servirle? Supuestamente descendiente del lobo, el perro, si se lo examina, compartiría su herencia genética únicamente con el lobo gris - Canis lupus - domesticado hace unos 15 000 años, en la época de los cazadores-recolectores nómadas. Complementarios en el ejercicio de conocimientos específicos, se convirtieron en aliados y socios, compartiendo las mismas presas, especialmente herbívoras, y organizando una cacería conjunta, como lo explica J.-Paul Mégard en « La domestication animale n’est plus tout-à-fait une énigme ». [La Lettre de la SECAS, n°89, 2017]. El lobo, que permaneció salvaje, a pesar de ser entrenado, es exhibido al igual que otras fieras en las Ménageries feriantes y en las pistas. El perro amaestrado, “educado” compartía el éxito y el estatus de animal sabio junto con el mono y otros compañeros de la vida cotidiana que se destacan por su gracia, agilidad o por el contrario, por su carácter torpe y divertido y ciertas aptitudes de escucha y comprensión que se prestan para ser explotadas durante un espectáculo.

 

 

Compañeros

En el siglo XIX, el perro o el cerdo eran tan indispensables para el payaso mimo y acróbata como su violín o su blusa holgada. Cómplices, luciendo también gorgueras y sombreros pequeños, irrumpían en la pista al son de una polca entonada por la orquesta para permitirle a los mozos de pista llevar tras bastidores los accesorios y aparatos que abarrotaban la pista. Prácticamente en silencio, expresaban su movimiento, rivalizando en destreza acrobática o con brincos cómicos.
Originario de Yorkshire, el payaso Boswell desarrolló con su perro de raza terranova un dúo burlesco consagrado en una crónica de Théophile Gautier en 1851. Iría a la Corte por darle una paliza a un comerciante de vinos que había pateado a Yon, su pequeño compañero, cerca del Cirque d'Hiver. En la década de 1930, el perro del trío Fratellini disfrazado de zorro perseguía al ciervo en la pantomima del Cirque d'Hiver La chasse à courre. Los perritos de los payasos rusos Karandach o, más recientemente, Boiarinov, así como Knuckleburry, el compañero inseparable del payaso estadounidense Lou Jacobs, vistiendo un diminuto disfraz, interpretaban roles de elefante o de conejo. Las jaulas rodantes de domadores fantasiosos mezclaban especies. Los perros simpatizaban con los burros de Old Regnas un anciano conmovedor, primo del emblemático Lord Sanger de quien llevaba el nombre, pero escrito al revés. Krenzola exponía con malicia a su pequeño caniche a los apetitos de un mastín, de un zorro y de su águila dorada.

 

 

Cada vez mas fuertes

Los programas de finales del siglo XIX presentaban actuaciones realizadas exclusivamente por perros, la pequeña familia de Miss Dora, el “monôme des toutous” de Cécilia Haaÿ o los mastines de Wallenda. En el siglo XX, la cartelera anunciaba los siete samoyedos con su pelaje inmaculado de Maurice Cherrey, entre los cuales, el mas “sabio” tocaba Au clair de la lune en el piano, los quince pequeños perros acróbatas Teneriffe de los Ybis, los perros-jinetes de los Strassburger o de Rosaire, la mini-caballería de dálmatas de Teddy Lorent o la divertida compañía de Eric Braun. Descendientes de los perros barbets (o perros de aguas francés), conocidos por los transeúntes del Pont Neuf en el siglo XVIII, figuran los caniches bailarines de los Chabre, los caniches reales de Miss Moune saltadores de cuerda, o las “bolas de pelo” que se escapaban en un alegre alboroto de las crinolinas de Evelyn Hans o de Viviana con un éxito constante. Erguidos sobre sus patas traseras, concentrados, estirándose con esfuerzo, giraban sobre sí mismos y cruzaban caballetes y aros diminutos. “Surfeando” sobre los caprichos de las diferentes épocas, los Dubskys, de origen danés, se inspiraron del italiano M. Boëtti, que había entrenado a “perros jugadores de fútbol” en 1910. Durante treinta años, los equipos de boxers de los Dubsky, ansiosos por marcar goles con las “cabezas”, eclipsaron las iniciativas de Kita Sobolewski en la década de 1950 o de Franco Knie en la década de 1980. Su nombre permanece asociado a la atracción.

 

 

Animales instruidos

“Bienaventurados”, dijo Juvenal, “los pueblos que ven a sus deidades nacer en los jardines, en los patios, en las perreras”, cuenta Elzéar Blaze en Histoire du Chien en 1842.
Existen muchas historias sobre las hazañas de los perros que se caracterizan por una notable agudeza en la observación y capacidad de reacción. Conocidos por su inteligencia, demuestran por lo menos, muchísima atención a lo que su amo espera de ellos y a las señales discretas que este les envía. La era de las Luces ha dado lugar a generaciones de eruditos, profesores de la calle y de la feria, arrancadores de dientes, vendedores de elixires y de múltiples experimentos. El siglo XIX, que honró el sacrosanto Progreso, fue particularmente propicio para la exhibición, considerada científica, de animales sabios. El más famoso, de ambos lados del Canal de la Mancha, fue el perro Munito que animaba salones y teatros, de 1814 a 1820. Muy concentrado, el perro de aguas francés, calculador, elegía cartas del mazo, peones de ajedrez o dominó y todos los números y letras que le permitieran ganar sin fallar y leer y escribir palabras. En el establo, también se dictaban lecciones: con el fin de diversificar los ejercicios de un circo ecuestre académico, ciertos jinetes, cediendo a la tendencia de la antropomorfización de los animales, inventaron papeles cómicos para caballos, empezando por Astley y su bandido Dick Turpin. Algunos domadores utilizaron la habilidad de algunos burros para que sigan el compás de la música, transformándolos en burros cantantes o bailarines.

 

 

En la variedad de animales amaestrados, el gato, poco afín a las manifestaciones de interés, salvo que se trate de golosinas, es abordado con precaución. Una forma de adiestramiento con suavidad adaptada a este pequeño felino, se basa en una distribución medida de recompensas. Oriundo de una familia de educadores animales, Armand Grüss logró hacer desplazar a su gato a lo largo de una tabla y dentro de un aro, tal como Nigloo y Branlotin durante la época del Cabaret équestre et musical Zingaro a finales de la década de 1980.

 

 

En el siglo XIX, cuando las fieras hicieron su entrada en el mundo del circo, hasta entonces dedicado esencialmente a los caballos, el payaso Hermany ya había introducido a un grupo de gatos amaestrados. Medio siglo después, un domador ruso vestido de payaso al estilo Petrouchka se presentaba como un payaso enamorado de los gatos... Llevando en la cabeza un gran numero de gatos o actuando el rol de un chef destapando ollas llenas de pequeñas bestias que escapaban con agilidad, dirigió a algunos solistas en pequeños sainetes donde les daba la réplica y presentaba a otros en ejercicios más clásicos. En general, la compañía se mostraba obediente, lo cual contradecía la creencia en el instinto irreductible de independencia del gato.